La literatura bíblica y la pesquisa arqueológica ofrecen la primera información en relación a la historia del judaísmo (véase Biblia). En un principio, Israel no era monoteísta, sino henoteísta: pese a que ellos adoraban a un solo Dios, no negaban la existencia de otros dioses en el caso de otras naciones.
El pueblo de Israel, antes del exilio, fue primero una confederación de tribus, y después un reino. Celebraban, como una de sus iniciales experiencias históricas, el fin de la esclavitud a la que los habían sometido los egipcios, y muy en especial la conquista y asentamiento en las tierras de Canaán (tierra de Israel). Su máxima deidad era Yahvé, la deidad de los patriarcas que había sacado a los israelitas de Egipto, guiándolos hasta la Tierra Prometida. La religión israelita se encontraba íntimamente conectada y enfocada hacia su dependencia agrícola. Se creía que Yahvé era el propietario de la lluvia que podía respaldar una cosecha fructífera o hambrunas, sequías y pestilencia si la comunidad se mostraba poco devoto y obstinada. A pesar de esto, el pueblo de Israel, en su vida normal, se veía a sí mismo como dependiente de Dios y se forzaban a contestarle con sacrificios u ofrendas propiciatorias. Conforme fue pasando el tiempo, el culto se volcó en el santuario real de Jerusalén, que después competiría con los santuarios de Betel y Dan en el norte. La disconformidad al culto sincretista que se practicaba, tanto en los santuarios del norte (reino de Israel) como en los del sur (reino de Judá), y a las injusticias sociales que existieron durante el periodo de la monarquía, fue proclamada por los profetas, ‘hombres carismáticos de Dios’. No negaban los sacrificios del culto en sí mismos. Rechazaban únicamente aquellos que veían que eran únicamente un pago personal, y que por resultante ignoraban egoístamente la dimensión moral de la sociedad israelí. Estas advertencias fueron justificadas en el momento en que, primero el reino del norte y luego el del sur, fueron derribados por conquistadores extranjeros.
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