Navegación de altura en los siglos XV y XVI

En contraste con la navegación de cabotaje propia del Mediterráneo, en que un marinero almorzaba en un puerto y cenaba en otro, navegando siempre cerca de tierra, los viajes de altura eran lo contrario: muchos días, a veces hasta meses, sin pisar tierra, y comiendo la mejor de las veces bajo un balanceo monótono. Esta fue la manera frecuente de navegar por el Atlántico y en la que portugueses y castellanos serían maestros. Por ello, los grandes viajes descubridores partieron de sus puertos.

Para penetrar en el océano y practicar una navegación de altura con ciertas respaldos, fue muy conveniente poder poner, en primer lugar, de una embarcación resistente al oleaje, fuerte y bravo, del Atlántico, ya que ni servían las galeras movidas a remo, de bajo bordo y excesiva tripulación, ni tampoco los veleros redondos, lentos y poco manejables; la solución ideal sería la carabela. En segundo lugar, se hizo necesario estudiar y conocer las circunstancias físicas del mar, los vientos y corrientes que reinaban en cada lugar para emplearlos al máximo y anotar las rutas más favorables. Por último, pareció importante manejar todo tipo de instrumentos que contribuyeron a orientarse en medio del ancho mar, situar con la máxima precisión las tierras que se iban descubriendo y asegurar el retorno a los puertos de origen.

La carabela nació, y no por azar, en la península Ibérica, punto de confluencia de la técnica del Norte: navío redondo, pesado, robusto y de gran porte; y la del Mediterráneo, donde destacaba el navío ligero, largo y maniobrero (la galera). Es posible que sus autores fueran los portugueses. Carabelas afines a las que surcarían las rutas de América comenzaron a navegar hacia 1440, una vez descubierto el cabo Bojador y la corriente de las islas Canarias. La primera innovación que presenta es que se trataba de un velero largo, de ahí su velocidad y manejabilidad. Tenía una proporción entre eslora (longitud de la nave sobre la destacado cubierta) y manga (anchura mayor de un navío) de 3,3 a 3,8. Su casco era muy resistente y apto para la violencia del océano Atlántico. Una segunda característica se refiere al velamen. Lo desarrolló mucho: creció los mástiles y empleaba indistintamente la vela cuadrada y triangular o latina, con lo que recibió fuerza motriz y aptitud de estratagema. Desde que se inventó la carabela, las únicas innovaciones producidas durante casi trescientos años aluden apenas al perfeccionamiento del velamen. Fue lo más veloz que surcó las grandes rutas y únicamente quedó desplazada por la aparición del vapor. La aptitud de carga variaba bastante. Las más empleadas durante los siglos XV y XVI oscilaban entre 60 y 100 toneladas. Entre 15 y 30 tripulantes eran suficientes para administrar el navío, y algunos más si iban en misión de descubierta.

Para cualquier navegante portugués o español que surcara el océano Atlántico en una embarcación impulsada por el viento, conocer las zonas propicias o contrarias del mar, era garantía de triunfo. En el Atlántico, lo mismo que en los demás grandes océanos, vientos y corrientes desarrollan un movimiento giratorio perseverante a modo de monumentales torbellinos, quedando en el centro de los mismos una zona de calmas, inestabilidades y vientos variables nada propicios a la navegación.

A partir del ecuador al paralelo 60 de latitud N (casi hasta Islandia) la situación, en contraste, es ésta: los vientos que soplan del Oeste llegan a la península Ibérica y toman dirección sur, bordeando África; a la altura de las Canarias se encaminan hacia el Oeste (alisios); llegan a las costas americanas; penetran en el golfo de México, y de ahí toman dirección Norte (costa de América del Norte) para marchar poco después hacia el Este y llegar a Europa, iniciándose de nuevo el mismo proceso.

Con las corrientes sucede algo semejante: desde Cabo Verde, siguiendo los alisios, caminan hacia el oeste; bordean la costa de América del Sur; llegan a las Antillas y penetran en el golfo de México; desde ahí salen por Florida y las Bahamas, tomando dirección Este (corriente del Golfo), para llegar a las Azores y Portugal; una parte se moverá hacia el norte de Europa, y otra hacia el sur de Portugal, siguiendo la costa africana y adoptando el nombre de corriente de las Canarias.

En el centro de este grande remolino, cuyos bordes se esparcen desde Azores y Canarias hasta las Antillas, se encuentra una zona de calmas y vientos variables muy difícil para la navegación. La mayoría de esa elipse es lo que forma el mar de los Sargazos, inmenso prado de algas con una prolongación semejante a la que ocupa Europa. Estas plantas no miden más allá de medio metro de altura y, por lo general, no son un obstáculo para embarcaciones medianas. Pueden parecer amenazadores algunos parajes en que se acumulan en exceso y frenan, especialmente, a pequeños navíos. Quizá en esto se asienta la leyenda medieval de monstruos con tentáculos atrapando embarcaciones y engulléndolas.

Cualquier navegante culpable que se distanciara de la costa y se adentrara en mares ignorados debía conocer siempre dónde se encontraba y cuál era su situación. A lo largo de la segunda mitad del siglo XV, la navegación de altura, inspirada en la orientación de un navío conforme la posición de los astros, aún resultaba muy difícil debido a la nula preparación matemática de los navegantes, e igualmente por la obstáculo de emplear en los navíos algunos aparatos que requerían quietud absoluta para ser precisos. Por ello, se puede decir que la mayor precisión llegaba tras observaciones desde tierra y por hombres teóricos y científicamente preparados.

Lo frecuente y normal en esta etapa era navegar ‘a la estima’, esto es, anotar el curso y establecer su posición en unas cartas de marear o mapas marítimos dibujados sobre pergamino. Estas cartas evidenciaban con bastante precisión los accidentes geográficos y partiendo de ellas un navegante marcaba la ruta estimada a continuar. Utilizando la brújula y especialmente el cuadrante, debía encontrar la latitud adecuada y conservarse en ella. Cuando recorría costas nuevas, tomaba la latitud en tierra y la evidenciaba en el mapa para que en lo sucesivo otros pudieran estimar su ruta con precisión. Un buen piloto, amalgama de experiencia y sentido de la orientación, era capaz de estimar su curso con una precisión fascinante. No solía equivocarse más de un cinco por ciento en viajes largos, excepto que sufriera alguna tormenta y se despistara. Y llegaba a calcular a ojo la velocidad de un navío con apenas mirar las burbujas de la estela, las algas flotando inmóviles, o la costa que divisaba a lo lejos.

Todo piloto que se proyectara a expediciones mar adentro, solía ocuparse de que no faltaran en su navío algunos instrumentos como la brújula marina, que consiste en una aguja magnética depositada en una pequeña caja que flotaba sobre el agua y volvía siempre su punta hacia el norte. Igualmente solía emplear el cuadrante común, para hacerse con la latitud. Menos frecuente era el uso del astrolabio y la ballestilla, igualmente para la latitud. Tablas y almanaques, la sonda y la ampolleta o reloj de arena tampoco faltaban. Con esto y un sentido especial de la orientación, estos hombres surcaron los mares con bastante seguridad y triunfo.

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