América Latina en el siglo XVI y XVIII

En 1600 muchos colonizadores españoles se habían establecido de forma definitiva en América Latina. El virreinato del Perú, desarrollado en 1542, y las múltiples audiencias, o divisiones territoriales, en que fue dividido el resto de la América española, tuvieron oportunidad de realizarse como poderosas y ricas colonias. Adicionalmente de los yacimientos de minerales inmensamente productivos, especialmente las minas de plata de Perú, había otros recursos naturales, como las maderas y tierras cultivables, que eran rebosantes en las posesiones hispanas. La agricultura y la crianza de ganado eran actividades boyantes, y la población indígena y los prisioneros negros representaron una mano de obra disponible para los ricos colonizadores.

En la primera mitad del siglo XVI, impulsados por la búsqueda de nuevas tierras ricas, por la aventura o por el interés cristiano de propagar el evangelio entre los indígenas, decenas de miles de inmigrantes españoles y portugueses aparecieron en masa a los dominios del continente americano. España y Portugal, las nuevas potencias, recibieron el amparo de la Iglesia católica para asegurar sus respectivos imperios coloniales. El catolicismo fue la única religión admitida en las colonias, sin embargo la política eclesiástica era específica y controlada por la Corona. La Iglesia y varias de sus órdenes religiosas obtuvieron muchos privilegios y monumentales extensiones de tierras en retribución por los servicios prestados en la cristianización, educación y pacificación de los indígenas.

A finales del siglo XVII, España y Portugal ejercían el dominio en toda América Latina, excepto la Guayana, que había sido invadida y dividida entre Gran Bretaña, Francia y Países Bajos. Pero, las conflicto armados que se habían producido en el curso del siglo habían debilitado seriamente la fuerza naval de las potencias ibéricas, y tanto sus posesiones costeras en el Nuevo Mundo como sus navíos mercantes sufrían los frecuentes ataques de los corsarios y corsarios ingleses, franceses y holandeses.

Una de las secuelas de la pérdida de los tesoros reales españoles y portugueses fue la imposición de impuestos opresivos sobre las colonias. Las dos metrópolis, que habían monopolizado desde el principio el comercio en sus colonias, igualmente imponían cada vez más severas restricciones sobre las economías coloniales, y esto agravó los obstáculos y desencadenó el descontento de los habitantes de las colonias.

A lo largo del siglo XVIII, el malestar popular en las colonias españolas desembocó en copiosas ocasiones en rebeliones, en especial en Paraguay, de 1721 a 1735, en Perú, de 1780 a 1782, y en Nueva Granada, en 1781.

Las disparidades sociales componían otra causa de descontento entre la población de las colonias españolas y portuguesas. Los peninsulares nacidos en la metrópoli, en el momento en que eran enviados a las colonias ocupaban los cargos públicos más altos. Normalmente pertenecían a la nobleza, propugnaban una conducta despreciativa con otros conjuntos sociales y su máximo interés era apenas acumular riqueza en las colonias y retornar a Europa. El conjunto social que se situaba por debajo de los peninsulares era el compuesto por los criollos, hijos de españoles nacidos en América. A pesar de que a los criollos la ley les daba derecho a las mismas prerrogativas de las que gozaban los peninsulares, en la práctica estos derechos se incumplían, y la mayoría de los criollos eran excluidos de los altos cargos ciudadanos y eclesiásticos. El odio a los peninsulares hizo que los criollos se unieran a los mestizos y mulatos.

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