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Las primeras referencias que tenemos de esta minima letra se deben a antiguos jeroglificos egipcios, en los que aparecia como una mano, dibujada de forma esquemática, y representaba el sonido /i/. El signo, llamado yod, significaba también ‘mano, brazo’ y con ese nombre pasó a los fenicios, que la escribian como una z actual, con el mismo valor de una i en palabras españolas como aire, o veinte, por ejemplo.
Respecto a su sonido, y después de algunas vacilaciones que llevaron a usar la i también como consonante, la Academia en 1815 determinó que la consonante solo podria representarse mediante la y, mientras que la i quedaria para siempre para escribir la vocal, aunque con algunos restos para las palabras que terminan en ay, ey, oy y uy.
La reduccion a una sencilla linea vertical fue obra de los griegos que, al adoptar el alfabeto fenicio, simplificaron la letra y la llamaron iota, nombre que, después de algunos cambios, serviria para designar la letra agrave; j.
Ya en el abecedario latino, los romanos, allá por el siglo III a. C., le concedieron una mayor presencia al trazar dos lineas horizontales, una arriba y otra abajo, con el util proposito de poder leerla mejor en las inscripciones hechas en piedra, y evitar así confundirla con letras proximas. Pero no acabarian ahí los retoques gráficos de la i. Ya en el siglo XI, y con el mismo fin de diferenciarla de otras letras compuestas por palos como la m, o la n, se tocaba a la letra con una especie de acento que, poco a poco, se fue reduciendo hasta llegar al punto con el que la conocemos en la actualidad, fijada así por la imprenta desde el siglo XVI.

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