Leyendas medievales ante el descubrimiento de América

A lo largo de la edad media, la credulidad y la falta de sentido crítico eran el mejor alimento para que la equivocación, las fábulas, las leyendas y la superstición crecieran y se multiplicaran. Un ejemplo de esa Europa medieval, crédula y religiosa, fue la leyenda del preste Juan. A lo largo de siglos, todos hablaban de él y nadie sabía si situarlo en Asia, África o a caballo de uno y otro continente. Lo que se creía de este rey-sacerdote es que moraba en un lugar extenso y poblado de las Indias, que su poder era tal que había vencido al islam, que poseía inmensas riquezas y además era cristiano. Fue una idea viva con la que soñaron misioneros, caballeros y navegantes.

La tradición cristiana, al querer someter la geografía al dogma, se vio en la responsabilidad de situar en los mapas cada uno de los parajes bíblicos que aparecían en las Sagradas Escrituras: el Paraíso Terrenal y sus alrededores, las regiones de Tarsis y Ofir, el reino de Saba. Decían, y así lo creían, que se encontraban en el Extremo Oriente, siempre tan innecesario como lejano, lo que implicaba no decir nada.

Igualmente, desde la antigüedad, se venía pensando que en regiones lejanas del mundo habitado y conocido existía un mundo de monstruos y animales fantásticos, como el basilisco, el grifo, el ave fénix, sirenas y dragones. Igualmente creían en la existencia de razas monstruosas, como las guerreras amazonas, antropófagos, pigmeos, hombres cíclopes, descabezados, cinocéfalos (con cabeza de perro), hipópodos (con pezuña de caballo), hombres con labios monumentales que les servían de sombrilla. Con estos relatos, cualquier viajero o navegante con imaginación trataba de relacionar lo que veía con aquello que había leído o le habían revelado. Colón, en su famosa carta de 1493 anunciando el hallazgo, proclamaba a la cristiandad que en su viaje no había encontrado monstruos y los indios no tenían nada de seres extraños.

Ante el Océano o Mar Tenebroso (nombres que en la etapa recibía el océano Atlántico), con sus miedos y fantasías, la imaginación comenzó a alimentar el género de islas perdidas (San Brandán, Antilla o Antilia, Siete Ciudades) que para los navegantes tan pronto aparecían como desaparecían. Estaban dentro de la tradición de islas paradisíacas, de infinitas delicias que mezclaban reminiscencias de las islas de los Bienaventurados con las fantasías orientales de Las mil y una noches. Igualmente, respondían a los anhelos cristianos del Paraíso Terrenal. Su fuerte arraigo las hizo aparecer en la cartografía durante siglos.

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