César Moro

César Moro (1903-1956), apodo de Alfredo Asín, poeta y artista peruano, que es quizá la voz más pura del surrealismo de América Latina y el que defendió con más pasión y fidelidad esa estética —aunque al final se apartara del conjunto que rodeaba a André Breton— desde mediados de la década de 1920 hasta su fallecimiento.

Nació en Lima y fue, mientras vivió, un poeta casi secreto e ignorado por la mayoría, pues escribió la mayoría de su obra en francés, y las ediciones de su obra en español fueron tardías, nulas y de circulación restringida. Hoy, sin embargo, ha cobrado un amplio prestigio y es objeto de estudios y tributos.

En 1925, viajó a Europa y vivió en París hasta 1933. Allí se adhirió al movimiento surrealista asociado a Breton. Colaboró en la revista Le Surréalisme au Service de la Révolution y presentó sus obras plásticas en esa ciudad y Bruselas. Volvió a Lima en 1935, año en el que tuvo una feroz controversia con el chileno Vicente Huidobro; en 1939, publicó, con el poeta Emilio Adolfo Westphalen el número único de El uso de la palabra (1939). A partir del año anterior se encontraba ya en México, donde sucedió nueve años. Allí preparó la Exposición Internacional del Surrealismo (1940) y se vinculó con el conjunto de los Contemporáneos (véase Literatura mexicana). En 1944, se apartó públicamente del surrealismo ortodoxo y volvió a Lima en 1948, donde hizo amistad con el francés André Coyné, estudioso de César Vallejo. Al fallecer, Moro apenas había divulgado unos pocos obras escritas y cuadernos de poesía en francés: Le château de grisou (México, 1943), Lettre d’amour (México, 1944), Trafalgar Square (Lima, 1954). Fue Coyné —transformado en su albacea— quien publicó póstumamente, además de Amour à mort (París, 1957), las dos obras en español por las que es más conocido: los poemas de La tortuga ecuestre y los ensayos y artículos juntados en Los anteojos de azufre (ambos en Lima, 1958). Después se ha recopilado su Obra poética (Lima, 1980), que incluye la producción en francés.

Pocos poetas pueden equiparársele en el furor visionario de sus imágenes, la cualidad incandescente de sus escrituras amorosas y el alto sentido espiritual y onírico que tiene de la experiencia autora. Como verdadero surrealista, vivir y redactar era, para él, una aventura que abre la vía hacia lo fascinante y lo insólito, que transforman lo fugaz en algo indeleble, como una marca de fuego.

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